jueves, 14 de septiembre de 2017

DOS HOYOS, por C. M. Federici

Para el buen amigo y admirado colega, Eugenio (“Ray Collins”) Zappietro, este pe­queño relato del “Wild West”, que contiene un sutil homenaje a su nom-de-plume y a su proficua trayectoria.



Al empujar la hoja vaivén de la puerta del saloon, el fino oído de “Two Holes” Sutton, el matador, no dejó de captar el leve chirrido de un gozne mal aceitado, aun entre la confusión de las conversaciones, las risas de las “chicas” y el hipido de algún ebrio consuetudinario. Así sobrevivía, no perdiéndose nada, alerta siempre.
Bajo la sombra del aludo “Stetson”, sus ojos achinados, de mirada de lince, se entor­naron sobre los pómulos salientes de un rostro impasible, enjuto y ahusado, como un cráneo cubierto apenas por fina capa de piel picada de viruela. Entonces, entre la abigarrada concurrencia, la vio.
Y sintió que algo, mucho tiempo aletargado, se erguía en su interior.
Sin que lo supiera, otros ojos, tan penetrantes como los suyos, aunque parpadeaban sin cesar detrás de los cristales redondos de unas gafas, se fijaron en él. Y formaron dos medias lunas invertidas cuando una sonrisa de satisfacción curvó la boca de finos labios que había debajo. Sexton Collins, el famoso escritor de folletines, que había seguido incansablemente el rastro del killer a través de tres estados, sintió que el corazón le saltaba en el pecho. Casi salta él mismo de la silla que ocupaba, con riesgo del vaso de ginebra a medias consumido, que vaciló sobre la mesa y a punto estuvo de añadir una mancha más sobre la maltratada superficie de madera basta.
“¡Al fin!”, se dijo, alborozado. “¡Sabía que el momento llegaría!...”
Hombrecito semicalvo, de cortas piernas, iba vestido a la usanza del Este, lo cual resultaba algo ridículo en aquel pueblo perdido de Wyoming, y su aspecto era por demás inofensivo. Sin embargo, cuando tomaba la pluma en la mano, era capaz de conmover a millares de lectores con sus historias rudas, salvajes, de sangre, violencia y muerte. También se especializaba en biografías de famosos pistoleros. Ver allí a “Two Holes” lo hizo relamerse de gusto.
—¡Mozo! —llamó—. ¡Tráigame otra ginebra!
Sutton, en tanto, y por primera vez en mucho tiempo, permaneció estático, la mirada fija en aquel perfil femenino de rasgos perfectos. Era… como la suma de sus recuerdos más puros, de los sueños impolutos de su adolescencia…, antes de que, llevado por las circunstancias, acabara por transformarse en lo que era, un despiadado matador. Sintió el impulso irrefrenable de acercarse a ella. Pero sacudió la cabeza.
“¡Bah!”, gruñó para sí, “¡No es más que otra mujerzuela de saloon! ¿Cuántas iguales a ella conociste, Sutton? ¿Y alguna fue mejor que las demás? ¡Zorras…, es lo que son!”
En su mesa, Collins también miraba a la muchacha. Típica de esos sitios, pensó. Con ricitos sobre la frente, la cara embadurnada de afeites, vestido muy escotado, de colores chillones…, quizás hasta un puntito más que sus “colegas”. ¡Perfecta!
Y su compañero de mesa… Collins sonrió irónicamente. ¡Todo un palurdo, alto, desgarbado, carirrojo, seguramente oliendo a establo, como buen campesino!... ¡Vaya pareja que formaban! El escritor parpadeó tras las gafas. Parecía que el muchacho le estaba hablando en serio a la chica; no mostraba la actitud del que busca divertirse y nada más.
“¡Excelente!”, aprobó interiormente. “¡Como para una novela romántica!”
“Two Holes” Sutton cedió a la compulsión. Había venido al saloon con intención de “expansionarse”, como él decía, porque hasta el más encallecido matador lo necesita de vez en cuando. Le habría bastado cualquiera de las del “harén”, pero ahora… Ahora lo sacudía otro apetito, que no habría sabido definir, pero que halló impostergable.
Por eso, apoyadas por costumbre ambas manos en las culatas de los “Peacemakers”, se encaminó hacia la mesa que compartían aquella hechicera y el rústico. Seguramente este protestaría cuando Sutton apareciese, pero ¿quién se preocupa de un patán, que solo habría usado un revólver para matar alguna culebra? Una de las comisuras de su sinuosa boca se curvó hacia arriba al notar que el individuo estaba desarmado.
—¡Sí, Lina! —oyó que decía, sonriente, el campesino—. ¡Ya podemos casarnos, querida! ¡Acabo de cobrar por el ganado! ¡Te sacaré de aquí!... ¡Tendremos la casita que tanto anhelaste…, la huerta, las gallinas! ¡Todo esto lo dejarás atrás!
En el momento en que Sutton llegaba, ella tendía las finas manos para estrechar una de las manazas del hombre. Estaba hermosa de veras, con su boca roja como una fresa moldeada en una sonrisa encantadora.
—¿De veras, Alger? ¿No ocurrirá como otras veces, que…?
—¡Nada de temores, mi cielo! ¡Ahora mismo te llevo de aquí y nos casamos!
—¿Puedo invitarte a una copa, belleza? —Sutton se había inclinado sobre ella.
El otro levantó la vista, pero no parecía enojado.
—Está conmigo, amigo. Esto es una conversación privada, así que le agradeceré…
Sutton lo miró como si recién reparase en su presencia.
—No hay nada de privado para una chica de saloon. Es de todos, ¿verdad?

El campesino se levantó bruscamente. Su silla golpeó ruidosamente contra el piso.
 —¡Retire lo dicho! ¡O se lo haré tragar!
—¡No, Alger! —clamó Lina—.¡No pelees con ese! ¡Es un matador!... ¡Lo conozco, lo llaman “Two Holes”, porque siempre mata con dos balazos…, para asegurarse!
Era la estricta verdad. El pesado proyectil del .45 era capaz de voltear a un caballo, detener a un toro bravo, e incluso, bien colocado en un ojo, hasta acabar a un “grizzly”. Pero con los humanos era otra cosa. Había que estar seguros…, por eso el segundo hoyo, en medio de la frente.
Sutton echó hacia atrás el ala del “Stetson” con el pulgar.
—No sé cómo sabes de mí, muñeca, pero convendría que le aconsejaras a tu pretendiente que no se meta conmigo…, por su salud, ¿entiendes?
Su mano, hecha garra, amorató el tierno brazo de Lina. Y tiró de ella.
—Vamos, te vienes conmigo. ¡Que el campesino vuelva con sus vacas!

—¡Suéltala, canalla! ­—y el enorme puño de Alger se disparó, tendiendo al otro en el piso—. ¡Te enseñaré a respetar a mi novia!
Desde el suelo, el matador lo miró aviesamente. Con más calma de la que podría haberse esperado, pasó el dorso de la mano por la herida del labio.
—Te lo buscaste, imbécil.
Con agilidad de pantera, se puso de pie y apostrofó a su atacante:
—¡No sabes con quién te metiste! ¡Nadie le pegó a “Two Holes” y vivió para contarlo!... ¡Esto se resuelve de una sola manera! ¡Con los “Colts”! ¡Vamos, a ver si eres hombre, palurdo!
En ese instante, Sexton Collins juzgó necesario intervenir:
—¡No permitan esto! ¡Será un asesinato! ¡Un matador contra un inexperto no es un duelo, es un asesinato! ¡Una infamia!
Sutton lo miró como a una cucaracha.
—¡Cállate, mequetrefe! ­—Y volviéndose a los otros, que apenas osaban moverse, pe­tri­ficados de miedo—.  ¿Qué dicen ustedes? ¿Les gustan los cobardes en este pueblo?
Hubo un movimiento general, apartándose de la zona de fuego. Nadie osaría interpo­nerse, y “Two Holes” lo sabía.

El rústico respiraba agitadamente, y su cara estaba pálida, pero no retrocedió.
—No vine armado ­—dijo.
—No te preocupes por eso —respondió el matador—. Te presto uno de los míos. ¡Con el otro me basta para liquidarte! —Y le tendió el arma.
Algernon la tomó, como si no supiese qué hacer con ella. Su torpeza dolía.
Collins hizo otro intento:
—¡No deben permitirlo! ¡Es un asesinato a sangre fría, señores! ¡Ese granjero no sabe ni por dónde sale la bala! ¡Se ve a la legua!
Pero no le hicieron ningún caso. Aparte del miedo que les daba el matador, casi todos estaban dominados por la atracción morbosa de contemplar aquel espectáculo.
—¡No, Alger, no! ¡Te va a matar! ¡No puedes contra él!
Sutton sonreía para sus adentros, aunque su rostro se mostraba tan inexpresivo como una hoja en blanco. Aquello iba a ser pan comido. ¡Hasta de espaldas lo podría hacer!
Ya estaban frente a frente: uno, vacilante sobre las toscas botas campesinas, balan­ceán­dose un poco, con el revólver vacilándole en el puño; el otro, sereno, displicente, descansando en la experiencia de cien muertes. Si hubiese tenido el hábito de hacer muescas en las culatas de sus “Colts”, se dijo sardónicamente, no le quedaría por dónde empuñarlos…
—Estoy… listo ­—murmuró el granjero.
—Te dejo sacar primero… ¡Vamos, saca! ¡Saca, caballero andante! ¡Saca, campe­sino idio…!
Sus ojos se abrieron, incrédulos, tras el estampido.
Una flor roja se abrió justo en la pechera de su chaleco, extendiéndose…
—¿C-cómo pudo…?
Y fuese lo que fuese que iba a preguntarse, todos sus pensamientos desaparecieron cuando en su sien izquierda se marcó un segundo hoyo de bala (más pequeña esta, de una “Derringer” empuñada por delicada mano femenina) que se los llevó, junto con la vida de Sutton, hacia la eternidad.
El tiempo se detuvo durante unos instantes que parecieron centurias. Si hubiese caído un cabello al piso del saloon, les habría parecido el retumbar de un trueno. Nadie podía explicarse lo ocurrido.
Indiferentes a todo, Alger y Lina se abrazaron fuertemente.
—¡Lo hicimos! —sollozó ella—. ¡Nuestro hermano está vengado!
—Sí, hermanita ­—dijo el hombre, arrojando el arma a un lado­—. Johnny descansará en paz, porque su asesino pagó por su crimen… Ahora podremos retomar nuestra vida. ¡Y todo gracias al señor Collins, nuestro buen amigo!
El escritor se les había acercado, y, estirándose, palmeaba las anchas espaldas de Algernon.

—Ustedes también hicieron lo suyo… ¡Estupenda actuación, chicos! Se caracteriza­ron magníficamente. Aunque —añadió en tono reflexivo—, tú exageraste un poco tu torpeza, Alger. Después de tantos meses de práctica, manejabas el “Colt” como un experto.
—Pero pese a todo, y lo sabes muy bien, Sexton, nunca podría haberle ganado a Sutton si no lo hubiese hecho creer que aquello sería “pan comido” para él, y no valía la pena que se esforzara…
—Como sea—coronó Collins—,  ¡meta alcanzada!
La muchacha, impulsiva, lo besó en la mejilla, que se empurpuró inmediatamente.
—¡No sabemos cómo agradecerte, Sexton! Si tú no hubieses rastreado a ese canalla, con tanta paciencia, hasta que supiste que vendría a este pueblo…
El folletinista meneó la cabeza, intentando parecer modesto, aunque era obvio que estaba orgulloso de su hazaña.
—¡Intrigas más complicadas escribí en mis novelas!... No fue nada. Además ­—su voz tornóse grave—, ¡se lo debía a mi buen amigo Johnny! ¡Morir así…, en la flor de la vida, solo porque un maldito matador quiso lucirse!
Se volvió a Lina:
—Una obra de arte ese segundo hoyo, chiquilla… ¡Se lo merecía!
—Para estar bien seguros —repuso ella—. Con las culebras, nunca se sabe.

 

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