Para el buen amigo y
admirado colega, Eugenio (“Ray Collins”) Zappietro, este pequeño relato del
“Wild West”, que contiene un sutil homenaje a su nom-de-plume y a su proficua trayectoria.
Al empujar la hoja vaivén de la puerta del saloon,
el fino oído de “Two Holes” Sutton,
el matador, no dejó de captar el leve chirrido de un gozne mal aceitado, aun
entre la confusión de las conversaciones, las risas de las “chicas” y el hipido
de algún ebrio consuetudinario. Así sobrevivía, no perdiéndose nada, alerta
siempre.
Bajo la sombra del
aludo “Stetson”, sus ojos achinados, de mirada de lince, se entornaron sobre
los pómulos salientes de un rostro impasible, enjuto y ahusado, como un cráneo
cubierto apenas por fina capa de piel picada de viruela. Entonces, entre la abigarrada
concurrencia, la vio.
Y sintió que algo,
mucho tiempo aletargado, se erguía en su interior.
Sin que lo
supiera, otros ojos, tan penetrantes como los suyos, aunque parpadeaban sin
cesar detrás de los cristales redondos de unas gafas, se fijaron en él. Y
formaron dos medias lunas invertidas cuando una sonrisa de satisfacción curvó
la boca de finos labios que había debajo. Sexton Collins, el famoso escritor de
folletines, que había seguido incansablemente el rastro del killer a través de tres estados, sintió
que el corazón le saltaba en el pecho. Casi salta él mismo de la silla que
ocupaba, con riesgo del vaso de ginebra a medias consumido, que vaciló sobre la
mesa y a punto estuvo de añadir una mancha más sobre la maltratada superficie
de madera basta.
“¡Al fin!”, se
dijo, alborozado. “¡Sabía que el momento llegaría!...”
Hombrecito
semicalvo, de cortas piernas, iba vestido a la usanza del Este, lo cual
resultaba algo ridículo en aquel pueblo perdido de Wyoming, y su aspecto era
por demás inofensivo. Sin embargo, cuando tomaba la pluma en la mano, era capaz
de conmover a millares de lectores con sus historias rudas, salvajes, de sangre,
violencia y muerte. También se especializaba en biografías de famosos
pistoleros. Ver allí a “Two Holes” lo hizo relamerse de gusto.
—¡Mozo! —llamó—.
¡Tráigame otra ginebra!
Sutton, en tanto,
y por primera vez en mucho tiempo, permaneció estático, la mirada fija en aquel
perfil femenino de rasgos perfectos. Era… como la suma de sus recuerdos más
puros, de los sueños impolutos de su adolescencia…, antes de que, llevado por
las circunstancias, acabara por transformarse en lo que era, un despiadado
matador. Sintió el impulso irrefrenable de acercarse a ella. Pero sacudió la
cabeza.
“¡Bah!”, gruñó
para sí, “¡No es más que otra mujerzuela de saloon!
¿Cuántas iguales a ella conociste, Sutton? ¿Y alguna fue mejor que las demás?
¡Zorras…, es lo que son!”
En su mesa, Collins
también miraba a la muchacha. Típica de esos sitios, pensó. Con ricitos sobre
la frente, la cara embadurnada de afeites, vestido muy escotado, de colores
chillones…, quizás hasta un puntito más que sus “colegas”. ¡Perfecta!
Y su compañero de
mesa… Collins sonrió irónicamente. ¡Todo un palurdo, alto, desgarbado,
carirrojo, seguramente oliendo a establo, como buen campesino!... ¡Vaya pareja
que formaban! El escritor parpadeó tras las gafas. Parecía que el muchacho le
estaba hablando en serio a la chica; no mostraba la actitud del que busca
divertirse y nada más.
“¡Excelente!”,
aprobó interiormente. “¡Como para una novela romántica!”
“Two Holes” Sutton cedió a la compulsión. Había venido al saloon con intención de “expansionarse”,
como él decía, porque hasta el más encallecido matador lo necesita de vez en
cuando. Le habría bastado cualquiera de las del “harén”, pero ahora… Ahora lo
sacudía otro apetito, que no habría sabido definir, pero que halló
impostergable.
Por eso, apoyadas
por costumbre ambas manos en las culatas de los “Peacemakers”, se encaminó hacia la mesa que compartían aquella
hechicera y el rústico. Seguramente este protestaría cuando Sutton apareciese,
pero ¿quién se preocupa de un patán, que solo habría usado un revólver para
matar alguna culebra? Una de las comisuras de su sinuosa boca se curvó hacia
arriba al notar que el individuo estaba desarmado.
—¡Sí, Lina! —oyó
que decía, sonriente, el campesino—. ¡Ya podemos casarnos, querida! ¡Acabo de
cobrar por el ganado! ¡Te sacaré de aquí!... ¡Tendremos la casita que tanto
anhelaste…, la huerta, las gallinas! ¡Todo esto lo dejarás atrás!
En el momento en que
Sutton llegaba, ella tendía las finas manos para estrechar una de las manazas
del hombre. Estaba hermosa de veras, con su boca roja como una fresa moldeada
en una sonrisa encantadora.
—¿De veras, Alger?
¿No ocurrirá como otras veces, que…?
—¡Nada de temores,
mi cielo! ¡Ahora mismo te llevo de aquí y nos casamos!
—¿Puedo invitarte
a una copa, belleza? —Sutton se había inclinado sobre ella.
El otro levantó la
vista, pero no parecía enojado.
—Está conmigo,
amigo. Esto es una conversación privada, así que le agradeceré…
Sutton lo miró
como si recién reparase en su presencia.
—No hay nada de
privado para una chica de saloon. Es
de todos, ¿verdad?
El campesino se
levantó bruscamente. Su silla golpeó ruidosamente contra el piso.
—¡Retire lo dicho! ¡O se lo haré tragar!
—¡No, Alger! —clamó
Lina—.¡No pelees con ese! ¡Es un matador!... ¡Lo conozco, lo llaman “Two Holes”, porque siempre mata con dos
balazos…, para asegurarse!
Era la estricta
verdad. El pesado proyectil del .45 era capaz de voltear a un caballo, detener
a un toro bravo, e incluso, bien colocado en un ojo, hasta acabar a un
“grizzly”. Pero con los humanos era otra cosa. Había que estar seguros…, por
eso el segundo hoyo, en medio de la frente.
Sutton echó hacia
atrás el ala del “Stetson” con el pulgar.
—No sé cómo sabes
de mí, muñeca, pero convendría que le aconsejaras a tu pretendiente que no se
meta conmigo…, por su salud, ¿entiendes?
Su mano, hecha
garra, amorató el tierno brazo de Lina. Y tiró de ella.
—Vamos, te vienes
conmigo. ¡Que el campesino vuelva con sus vacas!
—¡Suéltala,
canalla! —y el enorme puño de Alger se disparó, tendiendo al otro en el piso—.
¡Te enseñaré a respetar a mi novia!
Desde el suelo, el
matador lo miró aviesamente. Con más calma de la que podría haberse esperado,
pasó el dorso de la mano por la herida del labio.
—Te lo buscaste,
imbécil.
Con agilidad de
pantera, se puso de pie y apostrofó a su atacante:
—¡No sabes con
quién te metiste! ¡Nadie le pegó a “Two
Holes” y vivió para contarlo!... ¡Esto se resuelve de una sola manera! ¡Con
los “Colts”! ¡Vamos, a ver si eres hombre, palurdo!
En ese instante,
Sexton Collins juzgó necesario intervenir:
—¡No permitan
esto! ¡Será un asesinato! ¡Un matador contra un inexperto no es un duelo, es un
asesinato! ¡Una infamia!
Sutton lo miró
como a una cucaracha.
—¡Cállate,
mequetrefe! —Y volviéndose a los otros, que apenas osaban moverse, petrificados
de miedo—. ¿Qué dicen ustedes? ¿Les
gustan los cobardes en este pueblo?
Hubo
un movimiento general, apartándose de la zona de fuego. Nadie osaría interponerse,
y “Two Holes” lo sabía.
El rústico
respiraba agitadamente, y su cara estaba pálida, pero no retrocedió.
—No vine armado —dijo.
—No te preocupes
por eso —respondió el matador—. Te presto uno de los míos. ¡Con el otro me
basta para liquidarte! —Y le tendió el arma.
Algernon la tomó,
como si no supiese qué hacer con ella. Su torpeza dolía.
Collins hizo otro
intento:
—¡No deben
permitirlo! ¡Es un asesinato a sangre fría, señores! ¡Ese granjero no sabe ni
por dónde sale la bala! ¡Se ve a la legua!
Pero no le
hicieron ningún caso. Aparte del miedo que les daba el matador, casi todos
estaban dominados por la atracción morbosa de contemplar aquel espectáculo.
—¡No, Alger, no!
¡Te va a matar! ¡No puedes contra él!
Sutton sonreía
para sus adentros, aunque su rostro se mostraba tan inexpresivo como una hoja
en blanco. Aquello iba a ser pan comido. ¡Hasta de espaldas lo podría hacer!
Ya estaban frente
a frente: uno, vacilante sobre las toscas botas campesinas, balanceándose un
poco, con el revólver vacilándole en el puño; el otro, sereno, displicente,
descansando en la experiencia de cien muertes. Si hubiese tenido el hábito de
hacer muescas en las culatas de sus “Colts”, se dijo sardónicamente, no le
quedaría por dónde empuñarlos…
—Estoy… listo —murmuró
el granjero.
—Te dejo sacar
primero… ¡Vamos, saca! ¡Saca, caballero andante! ¡Saca, campesino idio…!
Sus ojos se
abrieron, incrédulos, tras el estampido.
Una flor roja se
abrió justo en la pechera de su chaleco, extendiéndose…
—¿C-cómo pudo…?
Y fuese lo que
fuese que iba a preguntarse, todos sus pensamientos desaparecieron cuando en su
sien izquierda se marcó un segundo hoyo de bala (más pequeña esta, de una
“Derringer” empuñada por delicada mano femenina) que se los llevó, junto con la
vida de Sutton, hacia la eternidad.
El tiempo se
detuvo durante unos instantes que parecieron centurias. Si hubiese caído un
cabello al piso del saloon, les
habría parecido el retumbar de un trueno. Nadie podía explicarse lo ocurrido.
Indiferentes a
todo, Alger y Lina se abrazaron fuertemente.
—¡Lo hicimos!
—sollozó ella—. ¡Nuestro hermano está vengado!
—Sí, hermanita —dijo
el hombre, arrojando el arma a un lado—. Johnny descansará en paz, porque su
asesino pagó por su crimen… Ahora podremos retomar nuestra vida. ¡Y todo
gracias al señor Collins, nuestro buen amigo!
El escritor se les
había acercado, y, estirándose, palmeaba las anchas espaldas de Algernon.
—Ustedes también
hicieron lo suyo… ¡Estupenda actuación, chicos! Se caracterizaron
magníficamente. Aunque —añadió en tono reflexivo—, tú exageraste un poco tu
torpeza, Alger. Después de tantos meses de práctica, manejabas el “Colt” como
un experto.
—Pero pese a todo,
y lo sabes muy bien, Sexton, nunca podría haberle ganado a Sutton si no lo
hubiese hecho creer que aquello sería “pan comido” para él, y no valía la pena
que se esforzara…
—Como sea—coronó
Collins—, ¡meta alcanzada!
La muchacha,
impulsiva, lo besó en la mejilla, que se empurpuró inmediatamente.
—¡No sabemos cómo
agradecerte, Sexton! Si tú no hubieses rastreado a ese canalla, con tanta
paciencia, hasta que supiste que vendría a este pueblo…
El folletinista
meneó la cabeza, intentando parecer modesto, aunque era obvio que estaba
orgulloso de su hazaña.
—¡Intrigas más
complicadas escribí en mis novelas!... No fue nada. Además —su voz tornóse
grave—, ¡se lo debía a mi buen amigo Johnny! ¡Morir así…, en la flor de la
vida, solo porque un maldito matador quiso lucirse!
Se volvió a Lina:
—Una obra de arte
ese segundo hoyo, chiquilla… ¡Se lo merecía!
—Para estar bien
seguros —repuso ella—. Con las culebras, nunca se sabe.