El siguiente texto, escrito por Canelo, fue publicado en 1986 en el catálogo de la "Sexta Bienal, 100 años de humor e historieta argentinos", editado por la Municipalidad de Córdoba, Argentina.
La siguiente es la primera parte.
Auto caricatura de Gerardo Canelo.
-Papá, ¿qué dice aquí?
¡Cuántas veces habré hecho esa pregunta!
Yo, que nací en 1940, tendría cuatro, cinco o seis años, y lo que me empujaba a hacer esta pregunta eran los inquietantes dibujos que aparecían en la página de historietas del diario “El Día” de la ciudad de La Plata (capital de la provincia de Buenos Aires), donde vivía. Recuerdo que allí publicaban el Pato Donald, Mandrake, Patoruzú y creo que también el mudo Carozo (el Henry norteamericano y el Pibe Tachuela en el diario “Noticias Gráficas”).
Aquellos dibujos hacían que me interesara en comprender bien lo que allí sucedía. De allí, el tener que recurrir a algún mayor para que me leyera lo que decía el “globito” de texto.
¿En qué medida incidió la historieta en mi aprendizaje de lectura?. No lo sé, pero se me ocurre que fue muy importante.
La historieta, por supuesto, no me enseñó a leer. Simplemente me aguijoneó para aprender con más ganas. Yo tenía que saber qué decía cada personaje. Y aprendí a leer. Y vino “Billiken” con Batuque, Superman, Ocalito y Tumbita y la Familia Conejín.
Luego, cuando mi edad rondaba los diez años, leía “Intervalo Extra”, que compraba mi papá.
Al acercarme a los once años, ya era yo el que compraba el “Pato Donald” y “El Gorrión”. Eran excelentes revistas, pero había otra que conocí, quizá gracias a que me la prestó algún pibe del barrio: “Misterix”.
Por aquel entonces, ya nos habíamos mudado de La Plata al barrio Nueva Pompeya de la Capital Federal. Y allí, apareció otra insistente pregunta:
-Papá, ¿por qué no me dejás comprar “Misterix”?.
Y su repetida respuesta:
-Porque allí hay mucha violencia, negrito.
Después de cumplir los once años, conseguí que me dejaran comprar “Misterix”.
¡Qué maravilla!.
Allí, en Nueva Pompeya, cerca del Puente Alsina, barrio donde casi no había asfalto y en una casa de inquilinato de chapa y madera, un negrito hacía volar su fantasía.
Esperaba expectante el día en que llegaba “Misterix” al kiosco. Lo leía y releía. Guardaba en pila y ordenadamente mi colección.
Luego, yo mismo los encuadernaba, bajo las indicaciones de mi papá, que justamente tiene esa profesión.
En los dibujos para los deberes de la escuela, comprobé que tenía una cierta habilidad para hacerlos. También descubrí que podía, copiando textualmente algunos dibujos sencillos de historietas que leía, recibir la aprobación de gente cercana a mí.
La revista “Misterix”, tenía historias y dibujos sencillos y desbordantes de creatividad.
También, y por varios medios, llegaban a mí: “Patoruzito”, “Intervalo”, “El Tony”, “Poncho Negro”, “Ping – Pong”, “Bucaneros”, “Sabú”, “Pimpinela”, “Superhombre”, “Puño Fuerte”, “Fantasía”, “Tit – Bits”, etc.
Canelo y parte de sus personajes
Había para todos los gustos. A mí, me gustaba “Misterix”.
Cuántos buenos momentos de fantasía les debo a Solano López, Pratt, Campani, Zoppi, Faustinelli, Ongaro y Oesterheld. Y cuánto les agradezco, el que, sin ellos saberlo, me hayan ayudado a encontrar el camino de la que hoy es mi profesión.
Camino que se fue haciendo más sólido cuando llego a los diez y siete años y aparecen en el kiosco dos títulos que abrirían el período más brillante de la historieta argentina: “Frontera” y “Hora Cero”.
Desde hacía un tiempo, yo venía leyendo con atención la excelente revista que fue “Dibujantes”. Así, me enteraba de los pormenores de la historieta.
Lo que allí fui aprendiendo me sirvió para animarme a copiar textualmente una buena cantidad de páginas de “Frontera” y “Hora Cero”. Solano López, Pratt, Breccia y Moliterni, fueron mis más consecuentes “blancos”. Páginas y más páginas. No tenía los materiales adecuados, pero con lo que estaba a mi alcance, trataba de arreglarme.
Vino luego el famoso aviso de la Escuela Panamericana de Arte.
Por ese entonces yo ya estaba empleado y terminando el colegio secundario comercial.
Me anoté para la clase de los sábados en la Panamericana. Un año de curso básico. Otro de historieta con Daniel Haupt.
Página de Port Douglas, con guión de Robin Wood, en revista Fantasía, 1991.
Allí, disfruté de la mayor virtud que tienen estas escuelas: agrupar a gente con inquietudes comunes. En nuestro curso nos encontrábamos Jorge Gemelli, Lucho Olivera, Yaco Scanone, Luis García Durán, los hermanos Lohidoy, Aldo Cruz, Prujel Ruí Díaz y algún otro que no recuerdo.
Formando un grupo, en lugar de continuar en la escuela, alquilamos una piecita por el barrio de Palermo.
Eran los años 61-62. La historieta junto a “Frontera” y “Hora Cero”, se caía.
En tres o cuatro años, se había incorporado al panorama de la historieta un alto número de aspirantes a profesionales. Al achicarse el panorama, muchos quedamos desorientados.
En nuestro grupo, entre todos, preparamos muestras. Buscamos dónde trabajar, pero las puertas no se abrieron.
Esto duró un año y medio, luego el desparramo. Cada uno por su lado.
Yo me metí durante tres años a estudiar en la Facultad de Ciencias Económicas de la ciudad de La Plata. Nada que ver. En los ratos libres, en lugar de estudiar, comencé a hacer dibujos de publicidad casera. Unos cinco años.
A los veintiocho años, además de casarme con Hebe, publiqué mi primera historieta en la editorial Columba. Trabajaba como empleado administrativo durante el día y dibujaba de noche. Eso hasta los treinta y cinco años, cuando mi primera hija, Paula, tenía ya dos años y dejé el empleo para dedicarme íntegramente a la historieta. Al año, llegó mi segunda hija, Brenda.
Vivo por lo tanto desde hace unos diez años la profesión, plenamente. Con sus correspondientes altos y bajos.
Aquí cierro lo que puede ser un resumen de mi trayecto en el panorama de la historieta.
¿Por qué lo conté, quizá, con exceso de detalles?. Porque estoy casi seguro de que este relato se corresponde con el de casi todos los dibujantes que hoy andamos por los cuarenta y pico, que somos varios.
Son ya casi veinticinco años de rondar editoriales, de entusiasmarnos con aperturas de nuevas fuentes de trabajo, así como entristecernos con sus correspondientes cierres. De vivir las venturas y desventuras de nuestra querida historieta.
Quizá por comenzar tarde, tuve que esforzarme por recuperar el terreno perdido. Tuve que buscar la manera de que mi trabajo tuviera significación frente a los lectores, editores y colegas. La necesidad de ganar un lugar hizo que el tesón y la investigación frente al trabajo, se convirtieran en método. Por supuesto que muy primitivo, pero método al fin.
Tenía también que sobreponerme a mis limitaciones personales. Soy un dibujante poco habilidoso. Me cuesta mucho esfuerzo cada dibujo.
Me hice cargo de mis limitaciones y traté de apoyarme y mejorar en las habilidades que tenía. Ese fue, creo, un buen punto de partida. Luego, había que pensar. Nada más y nada menos.
De todas maneras, me voy a animar a anotar algunas observaciones.
Alan Braddock, con guión de Ray Collins, en revista Fantasía, 1981.
Qué es la historieta.
Es un medio de comunicación utilizado generalmente para contar historias, basado en el dibujo ya que puede o no llevar texto.
Por basarse en el dibujo para obtener un relato, podemos decir que los mismos pueden “leerse”. Por lo tanto la historia narrada, puede ser comprendida por alfabetos y no alfabetos. Eso coloca a la historieta, dentro de los medios gráficos, en ventaja sobre la palabra escrita. Atención, que eso no quiere decir que sea mejor, sino que la convierte en un medio de mayor espectro de penetración.
Además, puede pasar por sobre los idiomas, ya que la historia, basada en dibujos puede se entendida, con las variantes de interpretación correspondientes, por cualquier hombre de nuestro planeta.
Todo esto y mucho más, hacen de la historieta una herramienta que funciona de acuerdo a la intención de quienes la realizan.
Esa intención, sumada al oficio o habilidad que se obtiene al trabajar, son determinantes. Pero también, estoy seguro que adolecemos de una falta casi total de estudios técnicos sobre el manejo de las enormes posibilidades que tiene la historieta. Cada punto, cada raya, cada mancha, tienen valor y significado. ¿Sabemos cómo manejarlos?.
Quizá, justamente esta falta de reglas escritas, haga de la historieta un territorio apasionante. Hacer una historieta es como tirar al mar una botella con mensaje. ¿Quién recibirá ese mensaje?, ¿cómo, cuándo, dónde?.
Pero, a pesar de que la improvisación es apasionante, creo que es indispensable estudiar profundamente las leyes naturales que indudablemente gobiernan la historieta.
Y allí, tenemos un lugar para la acción mental los que hacemos la cosa.
Página de Rocky Keegan, con guión de Pietro Zanga, en revista Nippur Magnum, 1983.
En el transcurso de esta semana se subirá el texto restante.